Pérgolas
Una pérgola construye un espacio abierto en el afuera. Es una redundancia, pero no es un sinsentido, pues dentro de la pérgola, nos centramos en nosotros y en nuestra percepción del mundo, en el disfrute.
Las descubrí, lanzando mi mirada arriba por las fachadas de la Gran vía, pegada la cara a la ventanilla del autobús. A veces sobre las cornisas se asomaban construcciones como esqueletos, remarcando esquinas con cajas de aire, construyendo en las azoteas castillos de la nada. Las encontré años después, en los libros, en dibujos entretenidos de las villas romanas, como las de Villa Adriana. Tras estudiarlas, reaparecen siempre que visito algún jardín, aquí y allá, a lo largo de todas las geografías.
Se hacen con poca cosa. Con pilares, más o menos historiados y unas piezas de madera u otro material a modo de vigueta. Para construir por encima un plano ligero a base de entretejidos de cañas, cañizos o telas. La intención es dejar al sol pasar de cuando en cuando y a la vez hacer sombra.
Una noche de verano, me encontré rodeado por una pérgola: Cerraba un círculo alrededor de una pista de baile dentro del club marítimo de Melilla. Años después descubrí que aquella es hermana gemela de «la Pérgola», que en el club mediterráneo de Málaga se acaba de recuperar como espacio civilizado que
brinda y celebra.
Resulta curioso que estando las dos junto al mar, no sigan un patrón lineal, sino que redunden en rodear. Desde su geometría su proceso es sencillo. Una doble línea de columnas dibuja dos círculos concéntricos en el suelo, guardando entre ellos la distancia de una viga que dé sombra. La altura se mide proporcionada a la del hombre sentado a una mesa para que la sombra permanezca el mayor tiempo
posible sobre el arco cubierto y así quede la parte central a cielo abierto.
Una pérgola es algo así como una «construcción tonta» que te cubre poco cuando el sol pega y en la que cuando llueve te mojas. Sin embargo, cómo nos reclama en los grandes parques cuando queremos pararnos, cómo te acompaña cuando paseas. O cómo celebra la naturaleza, cuando se trata de enredarse con ella. En nuestro jardín botánico de la Concepción hay quién espera más de 300 días para viajar envuelto por el color bajo lo largo de la afamada pérgola de la glicina.
Acompaña en el paseo nuestra pérgola del puerto. Espectacular su figura alta y sinuosa nos sorprendió a todos. Sus dimensiones se distancian de nuestra proporción. Parece que se eleva para cubrir nuestro paseo e invitar a la par a que participe de él también algún barco. Su trazado, en el que nunca se alinean sus soportes, hace nuestro paso más libre. Su entramado de pieza variable hace distintas las horas bajo ella pues dibuja sombras irrepetibles en figuras serpenteantes. Con el tiempo gana peso como imagen de ciudad.
Una pérgola construye un espacio abierto en el afuera. Es una redundancia, pero no es un sinsentido, pues dentro de la pérgola, nos centramos en nosotros y en nuestra percepción del mundo, en el disfrute. En la pérgola lineal, la construcción acompaña nuestro paseo. En la circular, el centro queda abierto al cielo de la noche y a la conjunción de música y estrellas.
¿Acaso en todas las playas no se pone el mismo sol? ¿Por qué entonces tanto peregrino de tarde camino de El Balneario? Quizá porque no hay atardecer mejor que el que se contempla desde esa construcción que se cierra arriba para abrirse entera al horizonte. La pérgula, “galería abierta”, nos centra en festejar la vida, parece condensar el carpe diem romano. Diríase que la Pérgola nos viste para la fiesta.